¿Qué es el ENIE?

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El ENIE (Encuentro itinerante de escritores) es algo más que una sigla que denota lo que somos, un encuentro. Este espacio, abierto a la participación de escritores noveles, tal vez de los márgenes, activos y activistas de la palabra; es una convocatoria anual que se realiza en distintos puntos de la argentina. Efectivamente, cada año se nuclean en una provincia las actividades propuestas para tal ocasión que consiste en conocerse, compartir experiencias de lectura y de escritura, realizar charlas, debates, visitas a escuelas y penales del lugar. También es una buena oportunidad para estrechar lazos que, a pesar de las distancias, se mantienen intactos hasta el próximo encuentro y que, de hecho, son los que alimentan las ganas de volver a verse. Sí, el ENIE tiene esa cosa extrañamente mágica, cuasi mítica, de reunir a poetas, narradores, trashumantes, inoportunos, colgados y pirados que pegan onda (como se dice por ahí) ni bien entran en contacto.

18/9/11

Caminando


Yo ahora camino mucho, ¿viste? Bueno, imaginate, me pasó algo de lo más extraño ayer, volviendo de la oficina. Me había colgado la mochila y apenas al salir me asaltó la sensación de que algo estaba mal, no sé bien qué, algo. Algo como que los árboles están podridos por dentro o que la gente no quiere en realidad estar bien, ¿viste? algo así. Yo, ni bola. Porque si empiezo a pensar en esas cosas me enrosco y no tiene sentido, así que con mi mochila a cuestas le empiezo a dar por la principal. Caminar me hace bien, además este clima es ideal, excepto que ayer justo se había instalado esa masa húmeda, que es muy rara en esta ciudad, tan seca; los taxistas y los que venden medias en la calle transpiraban mucho y tenían esa aureola que se nos hace a los hombres cuando el calor es tanto y el desodorante no alcanza a taponear la mugre que se nos sale por los poros. El color de la tarde era distinto, ¿viste? No era ese color que tiene la tarde cuando salís de trabajar y te vas contento a tu casa.

Resulta que me acerco a uno de los pibes que se sientan en la vereda con la mano así, que pueden estar horas con la mano así, esperando una moneda o cualquier cosa y le digo “Pibe, ¿tenés calor?” Se me había ocurrido que sería lindo tomar un helado y pensé que un helado le vendría bien a ese pibe en esa tarde pegajosa y horrenda. Los detesto, después, a esos pibes, porque estás comiendo en un restaurant y vienen con estampitas o chucherías, es como que hay momentos y momentos, ¿no?

“Ey, ¿tenés calor?” repito, pensando en que no me había escuchado. El pibe ni se mueve, ni me mira, nada. La mano así, te lo juro. Me quedo un rato, miro a los costados, en  la vereda ancha siguen pasando los que compran, (¡qué mucho que compran -pienso fugazmente- cuántas bolsas, y qué grandes!). En un momento me acuclillo y el pibe sigue como si yo no existiera, era él y su manito así. Una mosca lo molesta y hasta me dan ganas de espantársela. Me levanto y me pongo a caminar, mirándolo. Viene una señora de trapos, lo alza así como está y lo pone en un auto, en el asiento trasero. Del asiento del acompañante (un Dodge 1.500 bordó) sale otro pibe, muy parecido al primero y se pone en el mismo lugar, con la mano así. “Ah, bueno” pienso y sigo caminando.

 Algo evidentemente está mal. Qué raro, porque justo el otro día pensaba qué lindo es todo, qué suerte es este hermoso atardecer. Me detengo en seco porque siento que alguien me está mirando, una sensación fuerte, eh. Miro alrededor y jaja, qué tonto, eran los carteles publicitarios, estaban todos esos actores y conductores mirándome fijo desde carteles gigantes en la vereda de enfrente. Los miro yo también, trato de entender qué me están diciendo, qué es lo que me quieren decir. Leo las palabras que los rodean y las palabras me dicen que tal canal tiene “9 de los 10 programas más vistos”. El cartel de al lado, el del otro canal, dice “no te dejes engañar, a nosotros nos ve más gente” o algo así. Comprendo entonces que alguno de los canales nos miente, los conductores y los actores me miran, Rial me señala, por ejemplo. ¿Por qué me señala Rial?, pienso.

Sigo ya con la idea fija de hacerme de comer algo rico, viste que ahora que estoy solo me doy maña, me cocino bastante. Pienso en berenjenas, la abuela de mi ex hacía una pasta de berenjenas que era una locura, me animaría a hacerla, sí señor. Paro en una verdulería boutique de esas que hay en el centro y el tipo me dice “no hay berenjenas, pibe, ¿no te enteraste?” Faa, pensé, lo que me faltaba.

Se ve que hay una escasez de berenjenas, que los dueños de las plantaciones de berenjenas se pusieron firmes contra el Gobierno y nos están limitando las berenjenas. “Me estás cargando”, le digo al verdulero. El verdulero me mira fijo, duro. Es un segundo horrible, porque parece que me estoy mofando de su trabajo, me hace sentir como un pendejo quisquilloso, desinformado. Al instante afloja todos los músculos de la cara y los contrae en una sonrisa exagerada. “¡Si, pibe, obvio que te estoy cargando!”. La señora que tiene la bolsa abierta se ríe también, mientras el verdulero le echa camotes. Anota en una hoja enorme -de esas de envolver fiambre- y recita animado “dos cuarenta más uno setenta son… cuatro con diez Martita, ¿algo más?” Dos limoncitos, dice la señora y yo salgo de mi sopor, inflo el pecho y me dispongo a salir. Cuando estoy por pisar la vereda, el tipo me dice “Igual, no vas a encontrar berenjenas en ningún lado, no es la época”. Ya estoy en la vereda, respiro, alzo la cabeza, algo está mal. Ambos, la señora y el verdulero, me han visto la cara, tendré que ser más precavido, mirar hacia el suelo de ahora en más. Es raro, porque justo el otro día caminaba mirando a los ojos de la gente y pensaba “qué bueno es mirarse a los ojos”.

Decido que ya está bien de caminar, las diez cuadras que faltan las voy a hacer en micro. Me acomodo en la parada, viste que el 40 viene enseguida, me subo y el pasillo del micro está vacío. Todos los asientos están ocupados y me toca ir parado, son pocas cuadras, me gusta viajar en micro, no pasa nada, aunque siento algo en la garganta, los ojos me empiezan a brotar como de furia, de decepción. No voy a llorar, decido que no voy a llorar.

Pero cuando llego a mi casa me largo a llorar, no sabés cómo, como si tuviera hijos esparcidos por el mundo entero y todos me enviaran en ese momento el mismo mensaje de texto: “Papá, me estoy muriendo”, o como si todas  las berenjenas del mundo estuvieran en un mismo bol y un niño les rociara veneno. Me dolían la espalda, la cabeza y los ojos de tanto llorar, no tenía consuelo, ayer a la tarde. Empiezo a retroceder el día, buscando las causas de tanto llanto.

Las encuentro. Estaban ahí, en la mañana, después te cuento si querés. La cuestión es que me tranquilizo. Sigo llorando, parece que me hace bien.  Me voy a la cama, me cuesta dormir, ya sabías, abro el cajón de la mesa de luz y está el pastillero. ¿Me tomo una mitad? Si, me la tomo. Vaso de agua y apoyo la cabeza. Me despierto. Me baño, el agua se lleva algo de mi piel. Me calzo la mochila y parto a la oficina. La mañana está preciosa, pienso. Qué suerte es este hermoso amanecer. Decido caminar, camino mucho yo ahora, ¿viste?





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