Tras mucho reflexionar y ver
dolores ajenos, llegó a la conclusión de que la mejor solución era comenzar por
erradicar los cuentos tradicionales, es decir terminar con esas tradiciones
violentas, sádicas y terribles. Eso finalmente salvaría a la humanidad de sí
misma, se decía orgullosa la doctora.
Entonces, los quemó y
reemplazó por bellas e inocuas historias, sin sangre, sin torturas y sin
pasiones. Así logró desterrar esos sentimientos de los pequeños ya que no se
los indujo desde ningún lugar. Incluso desaparecieron las palabras de la vida
de los mayores. Los pequeños crecieron sin miedo a las madrastras ni a los
lobos, sin conocer el miedo y el gusto a sangre en la boca, sin lo edificante
de oír a alguien sollozar ni transpirar de miedo. Sin el placer de ver a las
palomas comerse los ojos de las hermanastras.
Pero con cada nuevo amanecer
aparecen cosas nuevas bajo el sol. Por ejemplo, algún original genio creador
que inventa (o mejor dicho re- inventa) la pólvora. Y este invento no viene
solo: a su vez alguien descubre que el gusto a sangre en la boca es altamente
estimulante, más aún si es de alguien encerrado en el sótano, incluso más que cualquier droga sintética que haya
inventado alguna mente privilegiada y pacifista.
Ante esta situación, la laureada
doctora se revolvía en su tumba sin poder levantarse a comer cerebros ajenos,
ya que el suyo propio no le daba
licencia.
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