La magnitud de lo simple, la complejidad del ojo haciendo foco, los lugares donde el silencio habla; son quizás algunas aproximaciones al carácter de la obra de Nahuel Aciar. Este narrador es un verdadero peso pesado de la sutileza y la estocada de lo agudo; con cada descripción afila las palabras para que el lector se desgarre las lentes queriendo saber más ¡Contame más, Nahuel!
Tiene la destreza suficiente para enredarnos desde el principio en su mecánica textual, donde conjuga elementos de lo cotidiano, lo fatídico y lo contundente.
Su prosa es dinámica; a medida que avanzamos sobre ella Nahuel pone su ojo/ flash sobre la realidad, dejándonos recortes de la misma, que por momentos se vuelve poética: Desató
el nudo y fue, con la caja entre las manos, hasta la orilla. La luna se rompía
en pedazos en el reflejo del agua. Miró hacia el cielo y sollozó una palabra
Sus personajes son secos, parcos;
pero los perfila con una inmensa profundidad en el plano de lo psicológico, lo
cual los hace más interesantes e imprevisibles. Sin embargo nos son los únicos protagonistas, puesto que se podría decir que el ambiente cumple un papel fundamental en el entramado de la configuración de la historia, como por ejemplo en estas palabras finales:
Después, el estallido del
cuerpo contra el agua, unas gotas cayendo en la tierra y el rugido del canal
como el único testigo de la noche.
Por todo esto, ingresar a la lectura de la obra de Nahuel implica anticiparse a un presente perpetuo, aun más grande que los propios acontecimientos y más inasible que los deseos. Quien se atreva a vérselas con esta perseverancia, corre con todos los riegos de ser atrapado.
Por todo esto, ingresar a la lectura de la obra de Nahuel implica anticiparse a un presente perpetuo, aun más grande que los propios acontecimientos y más inasible que los deseos. Quien se atreva a vérselas con esta perseverancia, corre con todos los riegos de ser atrapado.
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